A los tres o cuatro años ya ocupaba su lugar en el centro de la canoa, jugando con los hermanos, aprendiendo a cazar, a pescar, a remar, a fabricar arpones, y trabajando también, porque era tarea de los chicos achicar el bote con un tarrito. Los adultos yámanas tenían destrezas que enseñarles a sus niños, y también una idea de la vida y de los buenos tratos con los demás hombres. La solidaridad, por ejemplo, era un valor muy alto, y la codicia era muy criticada.
En el siglo XVIII empezaron a aparecer los loberos. Expediciones en busca de pieles que se cotizaban muy bien en Europa. A veces se entretenían en hacer puntería contra los yámanas. Los lobos marinos empezaron a desaparecer de los canales. Y los yámanas también (en 1870 eran no menos de 3000, en 1886 apenas 400). El padre yámana ya no era capaz de conseguir comida para su familia. La canoa ya no era un lugar seguro. Y cuando llegaba el momento del parto tal vez ya no hubiera ninguna madrina cerca. Fue necesario desembarcar y buscar trabajo, como peones, como hacheros. En tierra estaban las misiones evangelistas. A los misioneros les parecían escandalosas las costumbres de los yámanas, que sumergían a los niños en el agua del mar, que comieran tanta carne y tan poca verdura, que se vistieran poco y con pieles. Los obligaron a cambiar la dieta, les dieron ropas de lana. Con los niños era fácil porque cada vez había más huérfanos en la isla. A los yámanas no es sentó el cambio de régimen, se enfermaron de lo que nunca antes se habían enfermado y las ropas de lana mojadas les daban frío. Languidecieron. Entristecieron.. Perdieron el sentido de la vida. Y se extinguieron (y no hubo grupo ecologista alguno que abogara por ellos cuando en 1940, ya eran sólo 20, y poco después, cero, ninguno).
Una historia muy vieja, casi un cuento. Pero tal vez no venga mal para entender el presente.
Los niños yámanas ya no existen. Medió la destrucción del ambiente- ya se dijo- y una feroz campaña militar en busca de tierras que vació prácticamente de indios la pampa y la Patagonia. Hacia fines del siglo XIX mi país ya era plenamente parte de lo que llamamos Occidente.
Por entonces fueron llegando los inmigrantes. Solteros y muy jóvenes, algunos casi niños, venían a “hacer la América”. Provenían de España, de Italia, de Turquía, de Rusia, de Francia, de Polonia, de Yugoslavia; en general eran muy pobres y estaban dispuestos a trabajar duro... algunos regresaron a sus pagos, pero la mayoría, más de un millón, se quedó. Para esos inmigrantes los hijos eran valiosos. El triunfo de sus hijos era la certificación de su propio éxito. Los criaron a su modo. Traían sus pautas europeas de crianza, pero las modificaron mucho. Ésta era una sociedad nueva y cosmopolita, las tradiciones pesaban menos, y había una gran movilidad social: en muchos casos se pasaba de ayudante de cocinero a doctor en economía en una sola generación. Como también se iba consolidando la idea de nación, la infancia comenzó a ser tenida en cuenta como un asunto del que la sociedad en su conjunto debía hacerse cargo. Los niños, además de niños, eran los futuros ciudadanos. Se crearon muchísimas escuelas. Se sanearon arroyos. Se hicieron las primeras campañas de vacunación, los primeros censos. Había padres muy autoritarios, pero en general, en esa ancha clase media urbana y semiurbana que se fue generando, se trataba bien a los niños, incluso el Estado velaba porque así fuese con leyes muy severas contra el castigo corporal. Se podría decir que así crecieron los padres y abuelos de Mafalda. Fuera de las ciudades, los niños que formaban parte de la población rural, importante aún en ese entonces, vivían una vida marcada por los ritmos del campo. Y tenían sus tareas, pequeñas al comienzo y cada vez más comrrometidas.
El campo se despobló y los jóvenes rurales se volcaron masivamente en las ciudades, como sucedió en casi todo el mundo. Hoy casi todo es viven en pueblos o ciudades. Allí, en la ciudad, todo parece “al alcance de la mano”. Sin embargo, 20 por ciento de los niños no cubren sus necesidades mínimas y la desigualdad es innegable: el 10 por ciento más rico de la población es dueña de 37 por ciento de la riqueza, y el 30 por ciento más pobre sólo posee 8 por ciento. Las comunicaciones cada vez más ágiles daban a todos la sensación de que la felicidad estaba al alcance de la mano.
Hoy, cruce de milenio, en esta sociedad mundial a la vez uniformada y despareja, hay en mi país, como en América Latina, como en todo el mundo, graves contrastes. Niños y niños. Infancias e infancias. Niños librados a su suerte en un extremo de la curva. Y niños encerrados en lujosos barrios privados que sólo irán a colegios de excelencia, en el otro.
Pero hay algo que los une. Todos los niños, los pobres y los ricos, están fuertemente sometidos a los medios de difusión, y en general deseando y esperando siempre lo que la publicidad y el mercado les proponen. Y todos dan la sensación de andar faltos de adultos que les marquen un poco el rumbo. Los adultos- todos los adultos, se notan bastante desdibujados.
Cuando las cosas empeoran y estalla algún escándalo, el dedo de la sociedad suele señalar a los padres. Lo cierto es que los padres de esos niños están en condiciones semejantes a las de sus hijos. En estos últimos años muchos han perdido el trabajo o han debido flexibilizarlo; o no consiguen una ocupación permanente. Sienten que la sociedad los rechaza. También ellos tienen necesidades insatisfechas. En muchos casos es la mujer la que sostiene la casa con su trabajo “por horas” cuando hay suerte- de doméstica. La exclusión avanza. El desánimo y la desvalorización también. Y para muchos parece perdido ese sentido de la vida que era tan claro para los yámanas o para los inmigrantes. Delinquen los que antes no habían delinquido. Golpean a su mujer y a sus hijos los que no habían sido nunca golpeadores. Las familias quiebran su solidaridad. El refugio está en el alcohol o en las drogas baratas. Es lo que hay detrás de las prolijas columnas de los indicadores.
Tal vez haya que pensar en otros adultos responsables. Los que toman otro tipo de decisiones.
Los que contribuyen a quebrar las redes sociales, por ejemplo. Las redes sociales que en la época de consolidación del Estado ciudadano funcionaban: escuelas y hospitales empiezan a declinar. Da la sensación de que la regla de rédito máximo del mercado ha sido adoptada como vara también para la política, y si ésa es la vara, la salud o la educación ya no parecen buenos negocios porque la mano de obra que se necesita es cada vez más exigua. El Estado, entonces, retrocede. Y lo que queda es el mercado. Ahora que el mundo es uno y las fronteras se han abierto, muchas fábricas de mi país cierran: a veces pueblos enteros dependían de ellas. Se fusionan empresas- bancos, industrias, supermercados-, y en cada fusión quedan miles de empleados afuera. Poco a pocos e debilitan todos los grupos de pertenencia: el barrio, los clubes, los sindicatos y- como se vio- la propia familia, en la que la función de los adultos parece cada vez más débil y desdibujada.
En el fondo, una historia bastante parecida a la de los yámanas.
Las circunstancias han cambiado mucho, pero por ahora no parecemos encontrarle el sentido a este mundo nuevo, como no sea excluir y consumir, que no parece ser un gran ideal de vida. Y vincularnos con la infancia es muy difícil si no encontramos un sentido, al fin de cuentas la crianza ha sido siempre eso: el traspaso del sentido de la vida. Hoy hay una pregunta nueva: ¿ seremos capaces de proteger a nuestros niños de los vientos salvajes del mercado?, o sea: ¿seremos capaces de tejer redes, leyes, instituciones y conductas cotidianas que los cobijen y, a la vez, los hagan más resistentes? Y también: ¿seremos capaces de hacer eso por todos los niños o sólo educaremos al príncipe? En el fondo, la vieja opción de los yámanas: ¿Elegiremos la responsabilidad social y el gesto solidario, o adoptaremos la forma de vida que nos propone la ley de rédito máximo del mercado, hecha de competencia, codicia e indiferencia?
La cuestión de la infancia es una cuestión pública y privada, al mismo tiempo, y nos compromete a todos. Somos responsables individual y socialmente por ella. También globalmente, dados los tiempos que corren. (1998)
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